Eran ya las cinco de la mañana y todavía quedaba gente en la Calle San Sebastián. Olores de bacalaito, alcapurria y cerveza se mezclaban junto al sereno caribeño perfumando las calles con fiesta. En la distancia se escuchaban unos timbales acompañados de un coro de voces: “Mañana por la mañana…llena tu casa de flores”. “Flores”, pensó Alexa. “Mañana voy a comprar azucenas.” Lentamente, siguió caminando por la calle hacia el este; saboreándose su última caminata por las calles adoquinadas del Viejo San Juan. Cada paso se le hacía más pesado, como si sus piernas no quisieran irse todavía. Ya había llegado a la esquina de la Calle San Justo; con una última mirada hacia las fiestas, Alexa se dirigió hacia el sur, rumbo a su apartamento.

“¡Au!” Se había tropezado con un pedazo de adoquín que sobresalía de la calle. Doblándose al piso para sobarse el pie observó que el adoquín estaba suelto. Instintivamente miró a su alrededor. Habían dos o tres dentro de “aquí se puede”, pero aparte de eso la calle estaba vacía. La tentación fue demasiado fuerte. Después de todo, al día siguiente se iba para España por cuatro años. Agarró el adoquín, lo envolvió en el abrigo que llevaba amarrado a su cintura y siguió caminando.
* * *
Alexa llegó al Aeropuerto Luis Muñoz Marín una mañana de Febrero. Luego de cuatro años de estudiar literatura en España estaba lista para volver a casa. Afuera de las puertas corredizas del “baggage claim” caía un aguacero torrencial. Leopoldo, su mejor amigo, la esperaba frente a su carro con una sombrilla.
“Wow, te ves bien diferente,” le dijo.
“Espero que diferente sea bueno,” contesto Alexa. Ambos se sonrieron, se dieron un abrazo y se montaron en el carro.
“Este fin de semana son las Fiestas de la Calle San Sebastián”, dijo Leo. “Sabes, como siempre se va a quedar un corillo de gente en casa y tienes un espacio reservado.”
“Diantre, ya se me habían olvidado las fiestas”, dijo Alexa, “pero vamos, me han hecho falta hasta los cabezudos.”
En el apartamento de Leo, Alexa desempacaba sus maletas. Removió algunos artículos de ropa y los colocó en la cama. Le siguió una pequeña bolsa. “Toma Leo, son para ti: ‘Bumburi’, ‘Ana Belén’ y uno de una discoteca que se llama Stella en Madrid. Creo que te va a gustar,” le dijo mientras le acercaba la bolsa. “Gracias”, respondió Leo y salió a la sala para escucharlos en la computadora.
Esa noche se fueron a las Fiestas. Alexa se compró un trago exótico y una alcapurria y se encaminaron hacia el Cuartel de Ballajá a ver las artesanías. Le llamó la atención una máscara en bambúa que adornaba uno de los kioscos. El artesano estaba sentado detrás de la mesa trabajando en una de sus piezas. Tenía sus “dread locks” rubios amarrados detrás de la cabeza en un lazo.
“¿Con permiso, cuánto cuesta la máscara?” Alexa le preguntó.
“Ochenta,” le contestaron unos ojos azules desde la silla. Sin pensarlo dos veces, abrió su cartera y le pagó al muchacho. “Para mi nuevo apartamento” pensó.
Luego de bailar, cantar, beber y fumar con viejos amigos, Leo y Alexa caminaban por La San Se hacia la San Justo. Alexa escuchó una voz familiar en “aquí se puede”. En la parte de atrás habían puesto un pequeño escenario. Fernandito estaba tocando guitarra junto a un hombre que nunca había visto. Al terminar la canción pequeño guitarrista se levantó y el señor comenzó a tocar y cantar solo. Alexa estaba hipnotizada. La melodía la conmovía; le traía nostalgia y sin embargo, era completamente nueva. Se sentía muy feliz. Su viaje fue interrumpido por unos espejuelos pequeños que descansaban sobre una carita de niño.
“Alexa, tanto tiempo. ¿Cómo estás?” Fernandito había venido ha saludarla. Se sentó junto al grupo en la mesa y Alexa le contó sobre España.
El señor en el escenario terminó su segunda canción y se acercó a la mesa de Alexa apoyándose sobre un bastón. “Este es Jorge”, le dijo Fernando. “Mucho gusto. Me encantó tu música,” le dijo Alexa.
“Mucho gusto y gracias. ¿Oye, eres extranjera? Hablas con un pequeño acento.”
“¿De verdad?” preguntó sonrojada. “Es que llevo cuatro años en España y parece que se me pegó un poco.”
“Pues yo llevo exactamente cuatro años tocando guitarra.”
“¡Ah! Con razón nunca te había visto. Me alegro de que aprendiste a tocar porque me gustó muchísimo.”
“Si supieras que antes de esto era conductor de carreras. Jamás me hubieras visto con una guitarra.”
“¿Y por qué cambiaste?”
“Hace cuatro años tuve un accidente que me dejó en el hospital por un mes entero. Cuando salí aún no podía caminar. Se me había roto el fémur derecho y me dijeron que no podía seguir corriendo carros. Los doctores tuvieron que ponerme una varilla y varios tornillos y tenía que tenerla por un mínimo de dos años. Mi mundo había llegado a su fin. Desde que tengo memoria he amado los carros. Apenas tenía un año y medio y jugaba con “hot wheels” todo el día. Luego, cuando saqué la licencia, imagínate, fui directo ‘pa la fiebre. Correr carros había sido mi sueño hecho realidad y se había terminado. Bueno, estuve en la depre por como dos meses, hasta que un día mi hermano llegó a casa con una guitarra. Como no tenía nada que hacer, lo traté y me gustó.”
“¡Wow! ¿Crees que lo habrías tratado si no hubieras tenido el accidente?”
“No. Era de estas personas que no podía estar sentado a menos que no fuera guiando un carro. Pero ahora ya puedo guiar, y aunque voy a la pista de vez en cuando, prefiero tocar guitarra. ¿Sabes? He terminado dándole gracias a Dios por el accidente.”
“Entonces, ¿qué te pasó? ¿Chocaste durante una carrera?”
“No,” Jorge le contestó riendo. “Me caí en la esquina de esta misma calle, una noche saliendo de las Fiestas de San Sebastián. Al parecer, alguien se había llevado un adoquín y yo tropecé en el roto que había quedado.”
Copyright © 2005 Maricel Jiménez. Derechos reservados.
Escrito en el 2005 por Maricel Jiménez Peña, Puerto Rico.