©2013 Maricel Jiménez Peña. Derechos reservados.
Llevaba tres días caminando por una carretera angosta y sin pavimentar. No había letreros, pero una señora en el último pueblo le había señalado el camino con detalle.
“Si la vereda de repente se bifurca,” la señora le había dicho, “mantente hacia la izquierda. Es la forma más fácil de llegar.”
Pero al cabo de tres días la calle continuaba sin desvíos. Debería estar por llegar, pensó mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo. La señora había sido muy clara.
“Con paso firme llegas en tres o cuatro días. No te distraigas, ni te desvíes. Pero te advierto, aunque la encuentres, no vas a poder entrar.”
Sí; ya había escuchado todos los rumores. La gran Ciudad Corazón, construida en un valle entre dos montañas, era el hogar de una doncella cuyo beso de amor era capaz de brindar la inmortalidad y la felicidad eterna. Sonaba como un tremendo cuento de hadas. Miguel nunca hizo caso de las leyendas, hasta que un día llegó a su pueblo un viajero nómada. Una noche de una zenda turca, el viajero le contó que había encontrado la Ciudad Corazón, pero igual que todos los demás, había sido incapaz de entrar.
“Es imposible,” afirmó el nómada. “Estuve casi dos meses intentando y no lo logré. Habían muchos otros como yo, pero nadie nunca ha entrado.”
La inmortalidad y la felicidad eterna se convirtieron en una posibilidad para Miguel. El pueblo se le tornó aburrido. Estuvo días obsesionado con la idea. Finalmente, se levantó una mañana decidido y buscó al viajero.
“Suroeste,” le dijo. “Cuando llegues al pueblo de Tibes, pregunta por Doña Jacinta. Ella te indicará el camino.”
Ahora llevaba tres días caminando por donde le había indicado Doña Jacinta. ¡Hacía un calor infernal! Miguel sacó su cantimplora. Solo le quedaban algunos sorbos. Si no encontraba agua pronto, tendría un problema. Se sentó al borde del camino, bajo la sombra de un árbol de Café de la India. Estaba florecido. El aroma dulce inundó sus sentidos y cerró los ojos.
Miguel durmió. No sabe por cuánto tiempo, pero al despertar el sol ya estaba cayendo en el horizonte. Sin demora, se levantó y continuó su camino. Al rato la carretera se bifurcó tal como Doña Jacinta le había indicado. Tomó el camino de la izquierda.
El atardecer comenzó a iluminar el cielo de salvajes rosados, anaranjados y violetas. La noche caería pronto. Miguel sentía sus piernas sumamente pesadas. Debo buscar un lugar para acampar, pensó. Recorrió la mirada a su alrededor. No había arbustos donde refugiarse para no ser visto. Aunque quizá era totalmente innecesario; Miguel no había visto a nadie desde salir de Tibes. Caminó un poco más, pero las sombras del anochecer comenzaron a jugar con sus ojos y tropezó con una piedra.
“¡Carajo!” exclamó al caer. Su tobillo izquierdo latía de dolor. Exhausto, hambriento y frustrado, reclinó su cabeza en la tierra y perdió la consciencia.
Miguel despertó con el sol sobre su espalda. Su piel ardía quemada. En su boca, sabor a tierra. Agua, pensó. Tomó la cantimplora y la vació en su boca. No era mucho, pero suficiente para reanimarlo. Intentó pararse. Aún le molestaba el tobillo, pero logró ponerle peso. Podía caminar.
Recogió su mochila y entonces notó la piedra con la cual había tropezado. No era una piedra. Era un bloque. Sí; aparentaba estar hecho de piedra, pero sus líneas eran rectas y sus ángulos de noventa grados. Era un adoquín. Miró a su alrededor. Más adelante había algunos adoquines esparcidos y el camino ensanchaba considerablemente. ¡Era una carretera! ¡Tenía que estar llegando!
La emoción le dio ímpetu y comenzó a caminar ligeramente. Lo más que su tobillo le permitió. A medida que avanzaba los adoquines aumentaban hasta que llegó a un punto donde toda la calle estaba pavimentada. Los adoquines del centro corrían horizontales, y a los costados, verticales para dirigir el flujo del agua hacia las cunetas. Seguramente, la carretera había sido construida por alguna civilización antigua. No tenía duda de que lo llevaría hasta la Ciudad Corazón.
No se equivocó. A media tarde, luego de bajar una pequeña loma, se encontró parado en un valle amplio. ¡En la distancia se vislumbraba la Ciudad Corazón! Justo frente a la ciudad, recorriendo la distancia entre ambas montañas, había una gigantesca muralla. La razón por la cual nadie nunca había podido entrar.
Era más grande de lo que Miguel había imaginado. Fácilmente, la altura de un edificio de seis pisos altos. Ya a lo que sería un tercer piso, había unos pequeños agujeros cuadrados en la pared que continuaban esporádicamente hasta el tope de la muralla. Cada cien yardas o más sobresalían torres de observación. Bajo los árboles que bordeaban la falda de la montaña había campamentos. Eran grupos de personas, que cómo él, buscaban una forma de entrar a la ciudad.
Sin preámbulos, decidió caminar hasta la muralla. No podía observar ninguna puerta o portón por ninguna parte. No había por dónde trepar, puesto que los agujeros quedaban muy altos y la parte de abajo era completamente lisa. A penas le faltaban cien pies para tocarla, cuando sintió un zumbido cerca de su brazo derecho. Una flecha encendida en fuego había aterrizado justo a un paso de sus pies. ¡Había fallado por un pelo! Observó la muralla. No parecía haber nadie. Dudoso, dio un paso hacia delante. La segunda flecha le rozó la pierna y por poco lo quema. Miguel decidió retroceder y se encaminó hacia uno de los campamentos.
El campamento más grande y que llevaba más tiempo había sido fundado por el Dr. Armando de la Peña. Llevaba diecisiete años y cuarentaicinco días viviendo frente a La Muralla, buscando la manera de entrar. Cuando Miguel llegó al campamento lo encontró reunido con algunos compañeros planificando una nueva estrategia para adentrar en la ciudad. Al parecer, consistía en cavar un túnel por la montaña.
“Bienvenido,” le dijo Armando de la Peña extendiendo su mano. “¿Por poco te coge una flecha, ah? Si te acercas más de cien pies te disparan. ¿Para que crees que son los agujeros en la pared?”
“¿Pero, por qué no dejan entrar a nadie?” preguntó Miguel.
“Nadie sabe,” dijo de la Peña. “Nunca hemos visto a un soldado. Nunca ha habido comunicación. Hemos logrado enviar mensajes con palomas hasta el otro lado, pero nunca los han contestado.”
“¿Entonces, cómo saben que la doncella está adentro?” preguntó Miguel. Podía ser todo un gran engaño; una farsa para burlarse de los hombres soñadores.
“Tiene que estar allí,” respondió de la Peña. “Si no, ¿por qué tanta defensa?”
Buen punto, pensó Miguel. Aún así, le pareció que seguía existiendo la posibilidad de que no hubiera doncella.
Esa noche la pasó frente a la fogata escuchando los cuentos sobre intentos fallidos de llegar a la Ciudad Corazón. Habían intentado cavar por debajo, pero encontraron que La Muralla continuaba cientos, quizás miles de pies por debajo de la tierra. Nadie podía decir con certeza cuán profunda era, sólo que nunca habían encontrado el final.
Habían intentado catapultarse y bajar en paracaídas, pero aquellos pobres voluntarios no sobrevivieron las flechas de fuego. Los que cayeron dentro de la ciudad seguramente murieron con el impacto, igual que aquellos que habían caído fuera. En fin, había sido una gran tragedia. Intentaron disparar cañones y derribar La Muralla, pero sus ataques fueron completamente nulos. La Muralla no botó ni polvo. Las bolas de cañón rebotaban cual si fueran bolas de fútbol. De la ciudad, no hubo reacción. No salió ni una sola flecha, ni una sola bola de cañón.
Miguel quedó asombrado por todos los cuentos. Quizás había perdido su tiempo en venir hasta La Muralla. No quería perder diecisiete años de su vida. Casi no pudo dormir.
Se levantó antes del amanecer. En la fogata permanecían algunos pedazos rojos de carbón caliente. El resto del campamento dormía. Caminó por el costado de la montaña hacia La Muralla. Se acercó a los cien pies. La flecha de fuego no tardó en responder, cayendo cerca de sus pies. Retrocedió y caminó ladera arriba hasta llegar a una altura buena para observar el valle desde la colina. Por lo menos, allí soplaba una refrescante brisa mañanera a medida que se asomaban los primeros rayos del sol.
Sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la claridad. No obstante, tuvo que frotarlos para asegurar que no había ningún truco de luz. A tan solo unos veinte pies de él había una piedra muy grande cubierta con hiedra. Entre las hojas, notó que algo reflejaba el sol. Se acercó y con sus manos, echó a un lado las ramas de hiedra. Ahí, incrustada en la piedra, había una puerta. No tenía agujero para una llave, ni mango para abrirla. Lo único que tenía era una “V” dorada. Era la pieza que reflejaba el sol. Tocó la puerta con sus nudillos. Pudo escuchar el eco de su tocar retumbando al otro lado. Esperó, pero nunca hubo contestación.
Decidió acampar junto a la puerta. Después de todo, las puertas son para entrar y salir. En algún momento la puerta tenía que abrirse. Cada día, Miguel tocaba la puerta y hacía una marca en la piedra junto al marco. Llevaba sesenta y dos marcas cuando un día, sin hacer el más mínimo ruido, la puerta se abrió.
No había nadie al otro lado; sólo unas escaleras caracol que desaparecían en la oscuridad. En la pared, descansaba una antorcha apagada. Logró encenderla con unos fósforos que guardaba en su bolsillo y con ésta, descendió las escaleras. Parecían interminables, pero luego de un buen rato llegó al final.
En el fondo, encontró un pasillo cuyo final era el comienzo de un laberinto. Miguel miró hacia atrás. Le pareció muy tarde para retroceder. Después de todo, nadie le había mencionado la puerta. Podía ser que nadie había llegado a ese lugar.
Con antorcha en mano, se adentró en el laberinto. El aire estaba cargado de humedad y polvo y en ocasiones, Miguel temió que se le acabaría el oxígeno. Hizo marcas en el camino con el carbón del fósforo quemado. Así sería más fácil regresar. No sabe cuántos días pasaron. Es muy difícil determinar el pasar del tiempo sin la luz del sol. En realidad el tiempo no es más que una medida de tu posición en relación al sol y el giro de la Tierra. Para Miguel se sintieron días, quizás hasta semanas, pero igual pudieron haber sido tan sólo unas pocas horas.
Finalmente, llegó a una recámara redonda sin salida. En el medio, había un pozo. Tenía unas escaleras hechas con tubos de metal para descender al fondo. Dejó la antorcha al borde del pozo y comenzó a bajar.
Perdió la cuenta de los escalones. La luz de la antorcha pronto se convirtió en un punto amarillo sobre su cabeza. El fondo era imposible de discernir en la oscuridad. Continuó su descenso hasta que sus pies sintieron agua. Le llegaba por encima de las rodillas. El fondo estaba lleno de limo resbaloso. Parecía estar en una cueva subterránea. No estaba seguro, pero le pareció ver una pequeña luz roja en la distancia.
Se acercó con cautela. Podía ser un animal que habitaba allí. El punto descansaba sobre una estalagmita del alto de su cadera. ¡Era un botón! Estaba identificado con la letra “G”. Miguel no podía imaginar para qué rayos había un botón en medio de una cueva. ¿Pero, qué hubieras hecho tú? Naturalmente, Miguel apretó el botón.
Se escuchó un ruido agudo y las paredes de la cueva comenzaron a temblar. El nivel de agua comenzó a subir rápidamente. Miguel dejó de sentir el piso. Estaba flotando en el agua. De repente, sintió una corriente empujarlo con fuerza. Algo así como un géiser había explotado bajo sus pies. La fuerza del agua lo empujó por el pozo hacia arriba y a través del laberinto. Perdió la consciencia. Cuando despertó estaba tirado en un charco frente a la puerta con la “V” y la puerta estaba cerrada una vez más.
Regresó al campamento del Dr. De la Peña mojado y rendido. El Dr. le echó un vistazo y comenzó a reírse a carcajadas. Su voz retumbaba por el valle. El resto del campamento entonces se fijó en Miguel. Todos comenzaron a reírse.
“Encontraste la puerta y apretaste el botón,” le dijo el doctor cuando la risa había disminuido.
Miguel lo miró incrédulo. “¿Usted sabe de la puerta?” le preguntó.
Armando volvió a reír. “Claro. Muchos han encontrado la puerta” , dijo, “pero la ‘V’ no es el camino al Corazón.”
Miguel se desplomó frente a la fogata y durmió. Al día siguiente se incorporó a la rutina del campamento, ayudando en la construcción del túnel que apenas iba por la mitad. Pasó el invierno y llegó la primavera. El proyecto del túnel fue abandonado cuando el techo colapsó enterrando a cinco para siempre dentro de la montaña. Miguel comenzó a extrañar a su pueblo y a su gente. Una mañana de abril, recogió su mochila y partió del campamento. Había decidido regresar a su hogar.
Llegó a la bifurcación del camino. Volvieron a su memoria las palabras de Doña Jacinta: “mantente a la izquierda, es la forma más fácil de llegar.” Y él había tomado el camino de la izquierda, pero en ningún momento la señora dijo que no llegaría por la derecha; sólo que la izquierda sería más fácil.
Con nuevos ánimos, emprendió por el camino de la derecha. Estuvo nueve días caminando bajo sol y lluvia. Tenía la impresión de que la carretera lo llevaba por el otro lado de la montaña. Entonces llegó al borde de un cañón. El risco era tan profundo que había nubes obstruyendo la visibilidad del fondo. Una vereda arenosa terminaba en el portal de un puente colgante. Un pequeño letrero clavado al tope del portal leía: “Puente del Pensamiento”.
El puente colgaba y desaparecía dentro de una nube que flotaba al mismo nivel. Las cuerdas eran gruesas como de navío, aunque algo desgastadas. Miguel probó la primera tabla. Sostuvo su peso, pero notó que faltaban tablas a lo largo del puente. Cualquiera podía estar podrida y romperse. Tendría que tirarse al abismo y desear lo mejor.
Dio varios pasos hacia delante y desapareció en la nube. No podía ver nada a su alrededor. Casi no podía ver sus pies. Continuó a ciegas hasta tocar tierra firme. El puente desembocó al otro lado del cañón, en el comienzo de otra carretera adoquinada. Esta permanecía intacta ante el pasar de los años; salvo algún follaje creciendo entre las grietas. Parecía como si nunca había sido utilizada. En un árbol cercano había una flecha clavada: “Hacia el Corazón.”
Miguel sintió cosquillas en su estómago. ¿Sería posible? Corrió. No tardó en llegar a una pequeña puerta en el costado alto de la montaña. Estaba identificada con la letra “M”. La probó. ¡La puerta estaba abierta!
Los latidos de su corazón se dispararon. Por un momento, quedó paralizado frente al pasillo que revelaba la puerta. Entonces corrió hacia la claridad que podía ver al otro lado. Llegó a una terraza amplia y redonda que colgaba mediante cables entre dos pilares de piedra. En el centro había un elevador. No tenía botones, pero al entrar, la puerta se cerró automáticamente y comenzó a descender.
Llegó a una recámara de forma irregular. En la pared posterior había una especie de trono tapizado con pana roja. En el asiento, descansaba una nota: “Me cansé de esperar. —J”
Miguel releyó esas palabras más de quince veces. ¿Quién era “J,” la princesa? ¿Acaso ella había escrito la nota? El papel estaba desteñido por el sol. Parecía llevar allí mucho tiempo. ¿Será todo esto parte del engaño? Pensó. Se dio la tarea de explorar la ciudad. Había un comedor con una mesa en forma de dona. La mesa estaba puesta con treinta platos en la circunferencia exterior y veinte en la interior. Todo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo.
Luego de un pasillo encontró dormitorios. Las camas estaban vestidas y polvorientas. La tela de las corchas parecía romperse de tan solo mirarla. Nadie había dormido allí en muchos años.
Salió a un patio interior bordeado por La Muralla. En el centro de la plaza había una escultura extraña. Parecía un corazón gigantesco hecho de hielo. De sus ventrículos salían chorros de agua congelados. De aquí había sacado su nombre la Ciudad Corazón. Excepto que Miguel se hubiera imaginado un corazón latiente y lleno de vida.
A los alrededores de la fuente estaban los cuerpos de los que habían intentado entrar a la ciudad con paracaídas. Parecían haber muerto al instante de la caída, pero uno llevaba un rastro de sangre a sus pies. Como si se hubiera arrastrado hacia la sombra. Miguel se preguntó cuánto tiempo habría de durar vivo aquel hombre que quizás había muerto de hambre y sed y no del impacto o las flechas. Su cuerpo se estremeció de escalofrío al pensar que pudo haber durado varios días. No hubiera querido morir así.
Entonces escuchó un ruido metálico acompañado de un movimiento brusco del aire. La Muralla crecía imponente a unos sesenta metros de dónde estaba parado. Se abrió una compuerta y de ella salieron cinco flechas encendidas en fuego. En la distancia Miguel escuchó el gemido adolorido de un hombre. Alguien se había acercado demasiado a la pared. ¿Pero quién había disparado las flechas? Tenía que haber alguien allí.
Se acercó a la muralla. Desde el interior no disparaban flechas y pudo notar el detalle de los bloques utilizados. Eran azules y brillosos como los adoquines de Tibes y los del camino hacia La Muralla. Dentro del espacio de cada bloque habías unos escritos grabados:
XIX- No mentirosos XXVIX – No machistas
XX – No Vagos XXX – No bebedores
XXIII – No abogados XXXV – No comerciantes
XXV – No militares XXXIX – No gordos
XXVI – No fanáticos religiosos L – No políticos
La lista recorría todo el interior de La Muralla. Cada bloque contenía un número con su regla correspondiente. Recorrió todo el largo de la pared. Ya por la mitad había dejado de leer las reglas, pero cerca del extremo su mirada calló sobre una última: “No soñadores.”
Se detuvo instantáneamente. ¿No soñadores? Pensó. ¿Quién más que un soñador vendría hasta aquí con la ilusión de hacer real un cuento de hadas? En algún punto de la pared las reglas habían dejado de hacer sentido.
En el extremo de La Muralla, pegado a la montaña, encontró unas escaleras. Contó dieciséis escalones para llegar a una especie de antesala con una puerta. Del otro lado se escuchaba un ruido constante y metálico como el de una máquina en movimiento.
Tanteó la puerta algo nervioso. Sentía su corazón latir tan fuerte que juraba escuchar el eco de sus latidos en las escaleras. Al entrar, sintió que se encontraba adentro de un motor gigante. Había un camino de hierro suspendido entre engranajes de todos tamaños, poleas, ejes y demás. Algunas ruedas se movían constantemente mientras que otras parecían responder a algún tipo de ritmo o comando.
Al final del pasillo metálico había un pequeño cuarto con un escritorio sobre el cual reposaban unos planos. Aparentaban ser del motor gigante que lo rodeaba. Las ruedas utilizaban la energía de un volcán subterráneo para mover diferentes paneles y compuertas. En la tercera página se explicaba un mecanismo para disparar flechas. ¡Eran los planos de La Muralla! La máquina gigante era el mecanismo que movía la pared.
Se sentó en el escritorio a leer los planos con detalle. Casi no podía creer lo que leía. La pared había sido diseñada completamente automática. No hacía falta ni una sola persona para correrla. Respondía automáticamente en base a las reglas escritas en los ladrillos. En los papeles se incluía una lista de todas las reglas y requisitos y la reacción correspondiente. Era absurdo. Ni siquiera él hubiera pasado la prueba. La única solución era apagar La Muralla, pero a pesar de que estuvo horas, no encontró ningún lugar en los planos donde indicara como apagarla.
Se dedicó a la tarea de observar y estudiar el mecanismo. No habían palancas ni botones; nada con que prender o apagar la máquina. Intentó usar un tubo de metal para trancar uno de los engranajes, pero la fuerza de la máquina fue tal que el tubo se partió y la mitad quedó espetada en la puerta de la entrada.
Nunca supo con certeza cuántos días permaneció en el cuarto de la máquina intentando apagarla, pero cuando volvió a la superficie y la luz del sol, su espíritu estaba exhausto. Entendió que la Ciudad Corazón permanecía completamente deshabitada hacía ya varias décadas, quizás más; que La Muralla no se podía apagar y continuaría protegiendo eternamente lo que ya no había; que la doncella y la inmortalidad ya no estaban, si es que habrían existido desde un principio. Quizás todo era una gran farsa y la ciudad nunca había sido habitada. Igual podría ser que llevara miles de años abandonada.
Se preguntó cuánto tiempo habría esperado la doncella antes de marcharse; si luego de sus intentos fracasados de apagar la máquina partió o permaneció esperanzada de que a alguien se le ocurriera buscar otra ruta; que alguien se tomara el trabajo de encontrar la puerta “M.” La nota lo confirmaba todo. La doncella había estado allí, solo que se cansó de esperar. Miguel había llegado muy tarde. Todos los que acampaban en el valle estaban tarde. Pensó en el Dr. Armando de la Peña… diecisiete años tratando de entrar a un lugar vacío; soñando con promesas de inmortalidad y felicidad eterna. ¡Ja! ¡Pero, qué tontos! Seguramente la falta de sueño y pobre alimentación habían causado un gran delirio colectivo; un delirio del cuál Miguel había sido partícipe.
Pasó la noche en el frío solitario de la Ciudad Corazón. Al día siguiente recogió sus cosas y se marchó. Tomó el elevador y salió por la puerta “M”. Cruzó el puente de los pensamientos y caminó por nueve días hasta llegar a la bifurcación. Se detuvo pensativo por un momento, mirando hacia el camino de La Muralla.
Continuó hacia Tibes. Esos hombres del campamento vivían de la esperanza. Si les decía la verdad sería como quitarles el aire. No quería convertirse en asesino de sueños. Quizás algún día uno de ellos decidía tomar otro camino y al igual que él, encontraba la entrada a la Ciudad. Al menos, de esa manera, aunque no adquiriera inmortalidad, llegaba hasta su destino. Después de todo, los destinos nunca suelen ser como nos los imaginamos.
Entonces Miguel tuvo un pensamiento. Quizá él no había sido el único en entrar. Quizás otros habían llegado a la ciudad antes que él y de igual forma, habían optado por callar el secreto ante los del campamento; para que sólo aquellos dispuestos a explorar el camino diferente adquirieran el conocimiento de la Ciudad Corazón. Se sintió fuerte. Había logrado su propósito.
Al cabo de tres días estaba pisando Tibes. Caminaba por la calle Caney hacia la plaza cuando escuchó la voz inconfundible de Doña Jacinta.
“¿Ya te rendiste?” le preguntó maliciosa.
“No,” contestó Miguel. “Llegué a la ciudad y no había nadie.”
Doña Jacinta detuvo el mecer de su sillón. “No te creo,” le dijo.
Entonces Miguel tomó el sillón del lado y se sentó. Le contó todo lo que le había sucedido desde la última vez que la había visto. Doña Jacinta sonreía mientras lo escuchaba sin interrumpir. Cuando Miguel terminó su relato Doña Jacinta lo miró a los ojos fijamente.
“¿Y qué crees que habrá hecho la doncella?” le preguntó.
Miguel lo consideró por un buen rato. ¿Qué habría hecho una princesa aburrida y solitaria, cansada de esperar?
“Creo que yo me hubiera ido a viajar,” respondió finalmente. “Hubiera ido a conocer el mundo; a conocer todas esas personas que La Muralla había prohibido… Y no me hubiera detenido hasta haberlo visto todo.”
Doña Jacinta se sonrió. “Sí,” le dijo, “creo que yo hubiera hecho lo mismo.”
Entre risas e historias calló la noche y Doña Jacinta le ofreció un cuarto para pasar la noche.
“A esto le llamo el Cuarto de los Recuerdos. No es muy grande, pero puedes dormir en el sofá.”
Miguel le agradeció. Justo antes de cerrar la puerta, Doña Jacinta lo miró con sus ojos verdes y le plantó un beso en la boca. “Creo que te lo mereces,” le dijo, y se marchó del cuarto.
Miguel, exhausto y feliz de tener un lugar cómodo para dormir, no prestó mucha atención y se desplomó en el sofá. Al día siguiente despertó con una felicidad profunda. Se sentía capaz de cualquier cosa. Salió del cuarto hacia la cocina. Doña Jacinta le había dejado desayuno junto con una nota que leía: “Salí al mercado. ¡Suerte en tus viajes!”
Se digirió el desayuno en prácticamente tres bocados. No se había alimentado bien en semanas; quizá desde emprender su viaje. Regresó al cuarto y recogió sus cosas. Apenas terminaba, se fijó en la pared del cuarto donde había pasado la noche anterior. Tenía un mapa del mundo que cubría la pared completa. Había cientos de puntos marcados con tachuelas entrelazadas con hilos de diferentes colores. En algunos de los puntos había fotografías de personas. Una de ellas recurría frecuentemente, una chica de ojos verdes. A veces aparecía con otra persona en la fotografía. En la medida que los puntos se alejaban de Tibes, la chica envejecía. Miguel notó algo curioso bajo una de las fotos; decía: “El Soñador”. Al prestar mejor atención al resto de las fotos notó que casi todas tenían algo escrito: “El Abogado”, “El Comerciante”, “El Fanático”, “El gordito”. Los hilos trazaban un camino que al final retornaba por el Sur hasta terminar en Tibes. En la última foto ya se veía una mujer marcada por los años. Era Doña Jacinta, no había duda. Sus ojos verdes y sonrisa permanecían intactos. Al Oeste de Tibes, en el extremo del mapa, estaba marcada la Ciudad Corazón, de dónde salía el primer hilo, y al cual aparentemente, nunca habían regresado.
Entonces Miguel recogió su bulto y sus pertenecías y salió del cuarto. Se acercó a la nevera y sacó un papel viejo y amarillento de su bolsillo. Con un bolígrafo escribió unas palabras en el papel, lo colocó al lado de la nota de Doña Jacinta, y se marchó.
Doña Jacinta regresó del mercado con naranjas frescas y tamarindos. Al entrar en la cocina notó el pedazo de papel amarillento en la nevera.
“Me cansé de esperar. –J” decía. Y debajo, en una tinta más fresca: “Hubiese hecho lo mismo.”
Doña Jacinta se sonrió, salió por la puerta, y se sentó en el balcón a mirar los hombres que se encaminaban hacia La Ciudad Corazón.
Fin
Maricel Jiménez Peña, marzo 25, 2013 – junio 22, 2013.
©2013 Maricel Jiménez Peña. Derechos reservados.